domingo, noviembre 05, 2006

Vecindad

Bruno Marcos
Me acercaba a casa bajo una lluvia brutal y la vi salir del portal con una bata azul de felpa que rozaba el pavimento encharcado y un teléfono móvil colgado del cuello. La saludé pero no me reconoció. Al verme entrar en el zaguán me pidió que subiera a su casa y le abriera la portezuela de la lavadora porque quería aprovechar la lluvia para poner a secar su colada sin que los viandantes se quejaran del chorreo. Le prometí bajar cuando dejase al niño en casa.
Al venir a vivir aquí más de una vez me dio sustos de muerte al llamar yo al ascensor y aparecer ella con dos bastones, reclinada hacia el fondo del habitáculo, con los cabellos rubicundos erizados y la cara afilada en una cascada de arrugas.
En una ocasión oímos los vecinos unos grandísimos golpes en el interior de ascensor que se había quedado atascado. La persona atrapada comenzó a respirar con dificultad, como presa del pánico, en ese momento a uno se le ocurrió preguntarle el nombre. No respondían más que golpes desproporcionados. De buenas a primeras las puertas correderas se deslizaron lentamente para mostrar a esta anciana con el bastón alzado en una mano y en otra la bolsa de la compra con una barra de pan asomando tronchada. Tomó aliento y comenzó a proferir los más brutales insultos contra nosotros arguyendo que preguntábamos su nombre por si era ella para dejarla ahí muriendo. Cruzó entre los hombres ahí reunidos y detuvo los improperios para pedirme a mí, que por nuevo no me odiaba aún, que le subiera, si hacía el favor, la bolsa de la compra. Dócilmente obedecí.
Llamé a su timbre sabiendo que iba a ser una experiencia desagradable entrar en su piso. En un instante abrí la lavadora y me propuse huir. Quiso enseñarme las huellas de su lucha contra la comunidad. Como no sabía donde estaban los interruptores de la luz me mostraba la casa en penumbras lo cual hacía más tétrica la sensación. Allá una pared rota mostraba las cañerías y los ladrillos, acá una humedad ya reseca pero intocable prueba del delito del mundo contra ella. Hace meses murió su hija con la que vivía y a la que parecía tener sometida. Ella dice que por qué no la llevaría Dios mejor a ella. Toda la casa estaba regada de cajas y bolsas de plásticos repletas de ropas y de enseres, como si en cualquier momento se fuera a producir una mudanza allí, quién sabe si la última, la única que esa pobre mujer, sola y rodeada por el odio que ha sembrado en vida, puede hacer, la de su propia muerte.
Al punto de marcharme levanté la vista hacia el fondo del salón, atraída mi mirada por la luz exterior de las farolas, y lo que vi me sobrecogió. Tras su ventanal la misma vista que en mi casa, el mismo cielo crepuscular, negro y lluvioso, que observé minutos antes mientras acunaba arriba a Darío. Era cierto, era posible que ese mismo paisaje acogiera a tan pocos metros vidas tan distintas.